El gobernador salteño visibilizó el reclamo por las obras postergadas ante la Casa Rosada, pero su gesto trascendió lo provincial. En un país atravesado por la polarización, su estilo firme y dialoguista empieza a llamar la atención más allá del norte.
En un país atrapado en la lógica del blanco o negro, donde el desacuerdo se ha vuelto sinónimo de enemistad, el gesto del gobernador Gustavo Sáenz de plantarse frente a Casa Rosada no puede leerse solo como una postal política. Es, en muchos sentidos, un acto profundamente federal. Un acto de memoria, de convicción y, sobre todo, de coherencia.
Gustavo Sáenz no fue a protestar. No hizo una puesta en escena. No se encadenó. Fue, como él mismo dijo, a cumplir una promesa. Y en ese gesto simple pero firme, se vislumbra un liderazgo que parece querer tomar la posta histórica de figuras como el general Martín Miguel de Güemes, pero adaptado a un siglo XXI donde las batallas no se libran en los cerros, sino en los escritorios del poder central, en las negociaciones presupuestarias y en la defensa de un federalismo real y no declamativo.
Sáenz no fue a pedir un favor. Fue a exigir lo que ya estaba firmado y comprometido: rutas, infraestructura, obras fundamentales que Salta necesita y que el Gobierno nacional había prometido ejecutar. Se trata de necesidades básicas, no de ambiciones desmedidas. De rutas que salvan vidas, no de caprichos políticos. De equidad, no de privilegios.
Este gesto cobra aún más relevancia en un contexto donde el interior profundo —y en particular el Norte Grande— sigue siendo visto por muchas gestiones nacionales como una periferia prescindible. “Argentina no empieza y termina en Buenos Aires”, dijo Sáenz. Y esa frase, lejos de ser un slogan, es un llamado de atención urgente: sin una mirada verdaderamente federal, la Argentina seguirá siendo un proyecto inconcluso.
Un liderazgo que se va perfilando
Es difícil no ver en Gustavo Sáenz a un dirigente que ha empezado a construir algo más que una gobernación provincial. Su figura ya aparece con atención en medios nacionales. Su estilo moderado, dialoguista, alejado de la estridencia y de los extremos, comienza a ofrecer una alternativa en un tablero político marcado por la grieta y el cortoplacismo.
En tiempos donde parecería que gritar más fuerte asegura más visibilidad, Sáenz elige hablar con hechos y con firmeza serena. Reivindica la palabra empeñada, construye puentes, pero no se arrodilla. Su postura frente al Gobierno nacional no fue la de quien busca confrontar por deporte, sino la de quien exige con dignidad porque representa a un pueblo postergado.
Y en ese equilibrio —tan difícil en la Argentina actual— es donde muchos comienzan a preguntarse si Sáenz no está, acaso, proyectando una figura presidencial futura. No porque lo diga, sino porque hace lo que muchos no hacen: se planta, dialoga, exige, construye. Cumple.
El legado de Güemes en tiempos modernos
Hablar de Güemes no es recurrir a la nostalgia. Es entender que el sentido de defensa de la tierra, de justicia territorial, de autonomía, sigue vigente. La diferencia es que hoy, las invasiones no vienen de ejércitos extranjeros, sino de decisiones centralistas que olvidan al interior. Hoy, los héroes no necesariamente montan a caballo, pero deben tener la misma valentía para defender lo propio.
Sáenz, sin grandilocuencias, ha demostrado que es posible combinar firmeza y diálogo, exigir sin romper, hablar sin gritar. En una Argentina que necesita reencontrarse con la política como herramienta de transformación y no como ring de pelea, ese estilo empieza a ser cada vez más valioso.
La presencia del gobernador salteño frente a Casa Rosada fue, también, un mensaje a todos los argentinos: que el norte no pide caridad, sino justicia. Que no quiere subsidios, sino inversión. Que no necesita lástima, sino caminos, infraestructura, conectividad. Que no se resigna a ser postergado.
Y quizás el mensaje más importante sea este: en la Argentina que viene, los puentes van a ser más útiles que las cadenas.
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