El Tribunal de Impugnación de Salta ordenó la liberación de Gustavo Oscar Zanchetta, exobispo de Orán condenado por abuso sexual agravado, pese a que su sentencia aún no está firme y sin que haya iniciado tratamiento psicológico. La decisión, tomada por la Sala IV, se basa en argumentos formales, técnicos y constitucionales, pero omite, con inquietante liviandad, el peso simbólico, institucional y humano del caso.
Zanchetta había sido condenado a cuatro años y seis meses de prisión por abusar de al menos dos exseminaristas bajo su tutela espiritual y jerárquica. El fallo, dictado en 2022, fue apelado por su defensa, por lo que no adquirió firmeza. Aún así, la sentencia reconoce los hechos y la responsabilidad penal del exobispo, aunque no se lo pueda considerar jurídicamente “condenado en firme”.
Pese a que su defensa presentó mal el recurso (casación en lugar de apelación, y además fuera de plazo), el Tribunal igualmente hizo lugar al pedido de excarcelación, argumentando que su prisión preventiva se estaba extendiendo de forma excesiva, y que ya había cumplido más de dos tercios del tiempo de pena. Un tecnicismo que habilita su liberación, aunque jurídicamente ni siquiera haya comenzado la etapa de ejecución penal.
Más preocupante aún, la decisión se apoya en informes psiquiátricos y psicológicos que, si bien no describen peligrosidad actual, recomiendan tratamiento psicológico, algo que Zanchetta no inició. Aun así, se lo libera con la condición de que comience dicha terapia, como si fuera un trámite más.
El peso institucional del silencio
La resolución judicial parece ignorar el rol institucional y simbólico del imputado. Zanchetta no es un ciudadano común: fue una figura de alto rango dentro de la Iglesia Católica, con poder, influencia y una red de protección que lo amparó incluso cuando ya pesaban denuncias en su contra. Su caso fue investigado en el Vaticano y generó repercusión internacional.
El fallo no menciona en ningún momento el potencial impacto social de liberar a un hombre condenado por abuso sexual en contexto eclesiástico, ni se pondera la señal que se transmite a la sociedad ni a las víctimas.
Por el contrario, el tribunal se centra exclusivamente en criterios de razonabilidad y proporcionalidad procesal, construyendo un argumento que en los papeles suena impecable, pero que elude toda perspectiva de género, derechos de las víctimas o sensibilidad institucional.
La decisión deja un sabor amargo: una justicia más preocupada por cumplir con plazos procesales que por garantizar reparación o protección a las víctimas. Una justicia que no escucha el contexto, ni dimensiona lo que implica liberar a un hombre que usó su rol religioso para cometer abusos y que, según sus propias palabras, no reconoce culpabilidad.
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