En democracia, el silencio puede ser tan violento como un grito. Especialmente cuando ese silencio emana de quienes deberían ser garantes del derecho a hablar, criticar y disentir. Desde hace nueve meses, la Comisión de Libertad de Expresión de la Cámara de Diputados de la Nación no se reúne. Nueve meses de inactividad institucional en medio de una escalada preocupante de hostigamientos, denuncias y señales rojas encendidas a nivel internacional. Y su presidenta, la diputada salteña Emilia Orozco (La Libertad Avanza), no solo lo permite: lo justifica.
La parálisis de esta comisión no es un detalle técnico ni una ineficiencia burocrática. Es una decisión política. Una que equivale, en los hechos, a un abandono deliberado de funciones en un momento crítico para la democracia argentina. Porque mientras se acumulan proyectos sin tratar, denuncias sin respuesta y agresiones sin condena, crece el cerco retórico —y cada vez más físico— contra periodistas, medios de comunicación y voces disidentes.
Resulta escandaloso que Orozco, lejos de ofrecer explicaciones autocríticas o de promover la reactivación de la comisión que preside, redoble su defensa del Ejecutivo nacional. Asegura que “nunca hubo tanta libertad de expresión” mientras organismos como la CIDH y la Relatoría para la Libertad de Expresión de la OEA advierten por “baja tolerancia a las críticas” y un uso sistemático de discursos estigmatizantes desde el poder. ¿Cinismo? ¿Negacionismo? ¿O subordinación partidaria al punto de convertirse en cómplice funcional?
La evidencia es abrumadora. Según el informe de FOPEA, en 2024 las agresiones contra periodistas aumentaron un 53% respecto del año anterior, con una abrumadora mayoría de los casos vinculados directa o indirectamente con el Estado. En más de la mitad, el propio presidente Javier Milei estuvo involucrado. A eso se suman los intentos de hackeo, las amenazas veladas desde tribunas oficiales y la represión física en manifestaciones públicas, como la que hirió gravemente al fotógrafo Pablo Grillo.
Pero si algo queda claro en este cuadro es que no se trata solo de un problema de formas. Hay una estrategia. Una que combina el desfinanciamiento del ecosistema de medios críticos mediante la eliminación total de la pauta oficial, con el hostigamiento discursivo desde las más altas esferas del poder. El gobierno de Javier Milei se alimenta de la confrontación permanente, de la deslegitimación de toda crítica, y de un relato que demoniza al periodismo como enemigo del pueblo. La Comisión de Libertad de Expresión, convertida en un espacio vacío, se vuelve así una coartada institucional para encubrir esa ofensiva.
Emilia Orozco es parte de ese dispositivo. Su lealtad no está con la Constitución ni con los principios republicanos que juró defender, sino con el liderazgo mesiánico del Presidente y la lógica de blindaje político que impone su entorno. La protección que le brindan Karina Milei, Martín Menem y Santiago Caputo no alcanza para disimular su negligencia —cuando no su deliberada complicidad— frente al deterioro de las libertades fundamentales en Argentina.
El reclamo de renuncia por parte de legisladores de distintas fuerzas políticas no solo es legítimo: es necesario. Porque la institucionalidad democrática no puede permitirse el lujo de tener a una presidenta de la Comisión de Libertad de Expresión que calla frente a la censura, que absuelve a los agresores y que convierte una herramienta parlamentaria clave en una tapadera funcional al autoritarismo.
Lo que está en juego no es una interna legislativa, ni una pulseada partidaria. Lo que está en juego es el derecho de todos a saber, a informar y a cuestionar sin miedo. Es la posibilidad de ejercer una ciudadanía crítica sin que eso se pague con represión, persecución judicial o descrédito sistemático. Es la salud misma de la democracia argentina.
El mundo observa con creciente inquietud. Embajadas, organismos internacionales y fundaciones de derechos humanos ya no disimulan su preocupación por el rumbo que ha tomado el país. Hablan de Argentina como un laboratorio de nuevas prácticas antidemocráticas, de desinformación sistemática, de censura encubierta. Que se hable así de un país que fue, hasta hace poco, ejemplo regional en materia de libertad de prensa, debería alarmar a todos.
Por eso, este no es solo un llamado de atención. Es un grito de urgencia. Reactivar la Comisión de Libertad de Expresión no es una opción: es una obligación moral, institucional y política. Y si Emilia Orozco no está dispuesta a cumplirla, entonces debe dar un paso al costado. La democracia no puede esperar. Mucho menos, en silencio
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